La chica amarilla quería que Alguien viera que era diferente, que no se iría. Y quería que fuera especial, que no se fuera. Que entendiera que el de fuera era un mundo de monstruos, pero que ella se interpondría entre su cuerpo y cualquier aguijón.
Alguien amaba la tinta, y una vez miró a la chica amarilla, pero no la vio. Ni siquiera cuando se volvió fosforita y sus avispas amenazaron con destrozarla. Ni cuando recorrió los cien metros lisos con más veneno en su espalda que en su lengua y, aún así, se la mordió para no herir a Alguien.
Pero Alguien vivía para sus dibujos, y la chica amarilla solo sabía escribir en blanco y negro.
La chica amarilla comprendió entonces que estaba sola. Que Alguien era solo otra bala más que nadie había disparado. Una bala que ella misma había elegido y apuntado. Contra su cabeza.
La chica amarilla cargó la pistola, deseando morir y que quién la matara fuese una flor.
Deseando no encontrar sangre cuando abriera los ojos.
La chica amarilla se despidió con caricias de sus avispas y apretó el gatillo. Y Alguien no la detuvo, porque nunca le importó.
La chica amarilla pensó antes de volarse en pedazos que quizá Alguien la echara de menos cuando quisiera leer y nadie estuviera allí.
Porque Nadie era la peor compañía de la chica amarilla. Y la única sincera al no abandonarla.
La chica amarilla pensó que era irónico, y sonrió, porque no había sangre. Solo tinta.
Quizá Alguien lo entendiera antes de que fuera demasiado tarde.
Alguien amaba la tinta, y una vez miró a la chica amarilla, pero no la vio. Ni siquiera cuando se volvió fosforita y sus avispas amenazaron con destrozarla. Ni cuando recorrió los cien metros lisos con más veneno en su espalda que en su lengua y, aún así, se la mordió para no herir a Alguien.
Pero Alguien vivía para sus dibujos, y la chica amarilla solo sabía escribir en blanco y negro.
La chica amarilla comprendió entonces que estaba sola. Que Alguien era solo otra bala más que nadie había disparado. Una bala que ella misma había elegido y apuntado. Contra su cabeza.
La chica amarilla cargó la pistola, deseando morir y que quién la matara fuese una flor.
Deseando no encontrar sangre cuando abriera los ojos.
La chica amarilla se despidió con caricias de sus avispas y apretó el gatillo. Y Alguien no la detuvo, porque nunca le importó.
La chica amarilla pensó antes de volarse en pedazos que quizá Alguien la echara de menos cuando quisiera leer y nadie estuviera allí.
Porque Nadie era la peor compañía de la chica amarilla. Y la única sincera al no abandonarla.
La chica amarilla pensó que era irónico, y sonrió, porque no había sangre. Solo tinta.
Quizá Alguien lo entendiera antes de que fuera demasiado tarde.
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