Mi santa trinidad del terror es la apatía, el abandono y las avispas.
La he sentido, lo he sufrido y me han envenenado más de trece veces.
Miedos que más de una vez han podido conmigo. He caído, me han tocado y he enloquecido.
He sido el cuadro de imitación que enseñaba a las visitas, el pánico momentáneo a hablar con cualquiera que supiera de ti. He sido la máscara de todos los payasos que temo colgada en la pared. La puta pintura infernal que tú llamas hogar.
He sido mi confianza en ti, hasta ahora, que lo he sido todo y no quiero ser más.
He pedido ayuda a gritos y he acabado pidiéndome perdón por pensar que vendrías a salvarme. Y aún no entiendes que después de una hostia que te quita el conocimiento, no necesitas ninguna explicación, porque ya no sabes nada.
Te quedas callada, mientras tu cerebro trata de conectar las palabras que cortarán todos los hilos que te sostienen. Y caes. Mucho, muy mal, y en todos los sentidos. Y cuando llegas al fondo, lo tocas, lo besas, porque tocar fondo significa dejar de caer; te quedas a vivir en él. Entonces te abrazas el pecho y te quedas quieta, muy quieta, tratando de hacerte diminuta hasta desaparecer, intentando que el dolor deje de atravesarte, poder respirar.
Vacías una botella, te cortas el pelo, escribes, vuelves a fumar, lo borras, te tatúas, te cortas con un cristal, insultas a gritos, sueltas la rabia en tres puñetazos que acaban con tu sangre en la pared y la misma rabia en tu pecho.
Y por un momento piensas que, tal vez, quién te hirió esté siendo masacrado por sus propios lobos.
Pero sobre todo, suplicas que el dolor se canse de ti y pase de largo. O acabe contigo. Pero rápido.
Deberías haberme visto retorcerme. Fui arte, porque aún entonces, te quería más que al resto.
He estado en el infierno, y he aprendido que ya no quiero huellas de la ausencia de nadie en mi ventrículo izquierdo. No dejarán una muesca en ninguna pared. La tuya está enmarcada en el salón, con rastros de mi sangre dibujando un cuchillo.
Lo supiste, ¿verdad?
Que me habías perdido, digo.
Deberías saberlo si he llorado delante de ti y ahora que tengo las lágrimas a punto de nacer prefiero morirme antes de que tú las veas.
Puede que aún encuentres trocitos de mí por tu vida.
Espero que los quemes.
La he sentido, lo he sufrido y me han envenenado más de trece veces.
Miedos que más de una vez han podido conmigo. He caído, me han tocado y he enloquecido.
He sido el cuadro de imitación que enseñaba a las visitas, el pánico momentáneo a hablar con cualquiera que supiera de ti. He sido la máscara de todos los payasos que temo colgada en la pared. La puta pintura infernal que tú llamas hogar.
He sido mi confianza en ti, hasta ahora, que lo he sido todo y no quiero ser más.
He pedido ayuda a gritos y he acabado pidiéndome perdón por pensar que vendrías a salvarme. Y aún no entiendes que después de una hostia que te quita el conocimiento, no necesitas ninguna explicación, porque ya no sabes nada.
Te quedas callada, mientras tu cerebro trata de conectar las palabras que cortarán todos los hilos que te sostienen. Y caes. Mucho, muy mal, y en todos los sentidos. Y cuando llegas al fondo, lo tocas, lo besas, porque tocar fondo significa dejar de caer; te quedas a vivir en él. Entonces te abrazas el pecho y te quedas quieta, muy quieta, tratando de hacerte diminuta hasta desaparecer, intentando que el dolor deje de atravesarte, poder respirar.
Vacías una botella, te cortas el pelo, escribes, vuelves a fumar, lo borras, te tatúas, te cortas con un cristal, insultas a gritos, sueltas la rabia en tres puñetazos que acaban con tu sangre en la pared y la misma rabia en tu pecho.
Y por un momento piensas que, tal vez, quién te hirió esté siendo masacrado por sus propios lobos.
Pero sobre todo, suplicas que el dolor se canse de ti y pase de largo. O acabe contigo. Pero rápido.
Deberías haberme visto retorcerme. Fui arte, porque aún entonces, te quería más que al resto.
He estado en el infierno, y he aprendido que ya no quiero huellas de la ausencia de nadie en mi ventrículo izquierdo. No dejarán una muesca en ninguna pared. La tuya está enmarcada en el salón, con rastros de mi sangre dibujando un cuchillo.
Lo supiste, ¿verdad?
Que me habías perdido, digo.
Deberías saberlo si he llorado delante de ti y ahora que tengo las lágrimas a punto de nacer prefiero morirme antes de que tú las veas.
Puede que aún encuentres trocitos de mí por tu vida.
Espero que los quemes.
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