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Y es que más que los monstruos, me asustan los silencios.

Los monstruos me hacen compañía desde que te fuiste, rompen el silencio que no para de gritar que ya no estás, que no me echas de menos. Tú lo sabías bien, por eso desapareciste sin dar ninguna explicación. Durante un tiempo te esperé, sabiendo que en cualquier momento sonaría el timbre y aparecerías en mi puerta para recoger lo que era tuyo: yo.

Pero el amanecer y un par de copas me daban las buenas noches cada mañana y yo seguía durmiendo con tu recuerdo acostado junto a mí. Un par de veces me dejé llevar por las ganas de volver atrás y te busqué, pero parecías querer ser feliz con alguien que no era yo. No sé mentir, cualquier otra te ordenaría mejor.

Esperé tanto que acabó apareciendo alguien que no eras tú reclamando lo que en aquel palacio dejó de ser mío. Y yo escuché sus palabras y salí corriendo en dirección contraria.

A veces creo que no me interesa nadie que pueda reparar lo que tú rompiste, como el niño que junta las piezas de su juguete roto deseando que vuelva a ser como antes. Es lo más triste que he hecho nunca.

Mi autodestrucción tiene nombre de princesa, pero mi orgullo puede destruir puentes a cabezazos. Así que paré de correr y dejé entrar al intruso hasta que hizo de nuestra casa la suya y dio una mano de pintura, para que cuando vuelvas la veas tan cambiada que pases de largo.

Aunque la parte de mí agarrada a la cornisa siga mirando a la puerta por si llegas a salvarme. O a soltarte conmigo.


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