Nada especial, solo la conexión de dos personas que bailan, que escriben, que corren para no llegar a ningún sitio.
A encontró a R una tarde de verano en plena Gran Vía. R la convenció para dejar de correr, y eso, hablando de A, no es fácil. A la vio esperando el autobús con sus cascos puestos, como ella, bailando con la realidad agarrada a la barra como si desnudarse para el mundo fuera la única salida. Hizo un movimiento clásico y A supo que R era como ella, y que no eran como el resto. R movió la pierna y el mundo la miró. Movía los labios al ritmo de una canción que parecía encajar con la que sonaba en los cascos de A.
La vio pasar girando sobre sí misma desprendiendo magia en cada paso y miró a su alrededor, no podía entender cómo nadie más veía lo que veía ella, la belleza en la sutilidad de sus movimientos, la manera de bailar mientras andaba, de no saber correr y sin embargo no parar de hacerlo. Las pocas veces que A no estaba fascinada por Madrid, odiaba su habilidad para anestesiar a la gente ante la magia.
A sabía que de vez en cuando te cruzas con personas especiales, gente que no encaja en esta realidad, que tienen algo que las aleja del mundo. Alguien como ella. Personas que encuentran algo en su interior para colocarse y crear su propia realidad, ajena a la del resto. Almas que están solas a pesar de no estarlo nunca, gente que no sabe enamorarse porque nadie ha creído en ellas lo suficiente como para convencerlas de dejarse caer. Personas que, si tienes suerte, son capaces de mirar alrededor y reconocerte.
Compartieron media hora de vida sin conocerse y sin embargo, sabiendo que se conocían. Cuando llegó a su parada, la desconocida se giró y durante unos segundos, A y R entendieron que su realidad por un momento había encajado con la de alguien más. Y sonrieron.
A conoció a R una tarde de verano en plena Gran Vía. No cruzaron palabra, y no volvieron a verse.
Pero por un momento, existieron.
La vio pasar girando sobre sí misma desprendiendo magia en cada paso y miró a su alrededor, no podía entender cómo nadie más veía lo que veía ella, la belleza en la sutilidad de sus movimientos, la manera de bailar mientras andaba, de no saber correr y sin embargo no parar de hacerlo. Las pocas veces que A no estaba fascinada por Madrid, odiaba su habilidad para anestesiar a la gente ante la magia.
A sabía que de vez en cuando te cruzas con personas especiales, gente que no encaja en esta realidad, que tienen algo que las aleja del mundo. Alguien como ella. Personas que encuentran algo en su interior para colocarse y crear su propia realidad, ajena a la del resto. Almas que están solas a pesar de no estarlo nunca, gente que no sabe enamorarse porque nadie ha creído en ellas lo suficiente como para convencerlas de dejarse caer. Personas que, si tienes suerte, son capaces de mirar alrededor y reconocerte.
Compartieron media hora de vida sin conocerse y sin embargo, sabiendo que se conocían. Cuando llegó a su parada, la desconocida se giró y durante unos segundos, A y R entendieron que su realidad por un momento había encajado con la de alguien más. Y sonrieron.
A conoció a R una tarde de verano en plena Gran Vía. No cruzaron palabra, y no volvieron a verse.
Pero por un momento, existieron.
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