Saber que quieres a alguien a tu lado que no soy yo. Que tus sonrisas ya
no responden ante mi voz. Que tus ojos ya no ríen al pronunciar mi
nombre, mientras que los míos se pierden al decir el tuyo.
Por eso a veces, cuando me siento sola, miro tus fotos. Pero no solo tuyas, sino vuestras. No es masoquismo, es que no tengo ni una sola foto de tu mirada al verme aparecer. Esa sorpresa, mezclada con ilusión y una ternura capaz de derretir mi mundo. Y esa pizca de locura que jugueteaba con tus labios al mirar los míos.
Y ese silencio que lo decía todo.
Parece mentira que sea el mismo silencio que ahora es un abismo entre las dos. Pero no, ya no es el mismo. Tú quemaste el puente que unía nuestros precipicios, cuando yo ya estaba a medio camino, sobre el vacío, segura de que no me dejarías caer. Qué imbécil.
Ahí estaba yo, sonriendo ingenuamente con mi brazo extendido, esperando a que me dieses la mano y poder gritar al mundo que con solo una mirada habíamos construído el puente más famoso del mundo. Más que el de Brooklyn, o el Westminster, que a su lado no eran más que frágiles construcciones de arena en una playa con marea creciente.
Y seguí tendiéndote la mano mientras tú, quieta y a salvo en tu orilla, me mirabas con calma y soltabas la bomba que destruiría nuestro puente, conmigo en medio. No fue violento, ni sucio: no es tu estilo. Fue rápido, limpio y directo. Que ya no me querías, que nuestro momento pasó, y que nunca volvería.
Y el puente se quebró, y yo luché con pánico por encontrar algo que impidiera mi caída al vacío.
Y tú te quedaste mirando cómo yo trataba de salir con vida de la demolición.
Parece que al final sí fue demasiado, ¿no?
Por eso a veces, cuando me siento sola, miro tus fotos. Pero no solo tuyas, sino vuestras. No es masoquismo, es que no tengo ni una sola foto de tu mirada al verme aparecer. Esa sorpresa, mezclada con ilusión y una ternura capaz de derretir mi mundo. Y esa pizca de locura que jugueteaba con tus labios al mirar los míos.
Y ese silencio que lo decía todo.
Parece mentira que sea el mismo silencio que ahora es un abismo entre las dos. Pero no, ya no es el mismo. Tú quemaste el puente que unía nuestros precipicios, cuando yo ya estaba a medio camino, sobre el vacío, segura de que no me dejarías caer. Qué imbécil.
Ahí estaba yo, sonriendo ingenuamente con mi brazo extendido, esperando a que me dieses la mano y poder gritar al mundo que con solo una mirada habíamos construído el puente más famoso del mundo. Más que el de Brooklyn, o el Westminster, que a su lado no eran más que frágiles construcciones de arena en una playa con marea creciente.
Y seguí tendiéndote la mano mientras tú, quieta y a salvo en tu orilla, me mirabas con calma y soltabas la bomba que destruiría nuestro puente, conmigo en medio. No fue violento, ni sucio: no es tu estilo. Fue rápido, limpio y directo. Que ya no me querías, que nuestro momento pasó, y que nunca volvería.
Y el puente se quebró, y yo luché con pánico por encontrar algo que impidiera mi caída al vacío.
Y tú te quedaste mirando cómo yo trataba de salir con vida de la demolición.
Parece que al final sí fue demasiado, ¿no?
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