Hoy te he vuelto a ver. No sé si en una esquina, quizá mientras paseaba
por la ciudad, o a lo mejor fue solo mi mente jugando a imaginar lo que nunca pasará.
O que vi a lo lejos a alguien remotamente parecido a ti, en el color de tu pelo o en el de su tristeza. Solo sé que te vi, y que después de un tiempo a oscuras, el sol me volvió a quemar los hombros.
Mis ojos dejaron de mirar como desconocidos, y vi alejarse el caos de la tormenta de tantas noches en vela, con sus farolas tintineando en forma de rayos y los gritos de hastío de mis vecinos haciendo de truenos.
Tendí por la ventana el rastro de tristeza de tantas lágrimas vertidas, después de unos días de salir de casa con el moño de los domingos, plantarme descalza en medio de la calle y gritar al muerto en vida al volante que me esquiva, que lo mismo de siempre nunca volverá a ser igual.
Días de no poder dormir salvo de agotamiento.
Todo eso pasó cuando te vi entre la gente. En plena Gran Vía, con el mundo girando a nuestro alrededor.
Y tú y yo quietos, haciendo más ruido que todos los coches de Madrid. Porque un silencio bien callado no es la ausencia de sonido, sino la presencia de todo atronando a la vez.
Y eso es lo que siempre hemos sido tú y yo.
La tormenta.
La sutilidad y la locura de la mano, la moneda en el aire y los sueños siempre bailando a nuestros pies. Ya nos ocuparemos de la realidad cuando estemos muertos por dentro.
La gente sigue corriendo, y yo sigo quieta. Difícil de creer, ¿no? Yo, quieta. He perdido reflejos desde que la realidad me partió la cara, y lo que habías dejado de corazón.
La gente sigue viviendo, siempre con prisas, como yo cuando iba a verte. O cuando corro a abrir la ventana cada mañana para no respirar ni un "te echo de menos" más de los estrictamente necesarios.
Porque tú no estás ahí. Ni en Gran Vía. Ni lo estarías nunca más. Una sobredosis mal llevada de la nostalgia de siempre, dijeron.
La gente me mira al pasar, pero a ver cómo les explicas lo que es estar sola en medio de un mar de gente, cuando los abrazos solo impiden que te claves los recuerdos en el pecho. Levanto la cabeza y miro al cielo. Por un momento deseo que se apaguen todas las luces que me salvan de las pesadillas cada noche, solo para poder ver las estrellas.
Pero no hace falta.
Sigo mirando.
Ahí estás.
O que vi a lo lejos a alguien remotamente parecido a ti, en el color de tu pelo o en el de su tristeza. Solo sé que te vi, y que después de un tiempo a oscuras, el sol me volvió a quemar los hombros.
Mis ojos dejaron de mirar como desconocidos, y vi alejarse el caos de la tormenta de tantas noches en vela, con sus farolas tintineando en forma de rayos y los gritos de hastío de mis vecinos haciendo de truenos.
Tendí por la ventana el rastro de tristeza de tantas lágrimas vertidas, después de unos días de salir de casa con el moño de los domingos, plantarme descalza en medio de la calle y gritar al muerto en vida al volante que me esquiva, que lo mismo de siempre nunca volverá a ser igual.
Días de no poder dormir salvo de agotamiento.
Todo eso pasó cuando te vi entre la gente. En plena Gran Vía, con el mundo girando a nuestro alrededor.
Y tú y yo quietos, haciendo más ruido que todos los coches de Madrid. Porque un silencio bien callado no es la ausencia de sonido, sino la presencia de todo atronando a la vez.
Y eso es lo que siempre hemos sido tú y yo.
La tormenta.
La sutilidad y la locura de la mano, la moneda en el aire y los sueños siempre bailando a nuestros pies. Ya nos ocuparemos de la realidad cuando estemos muertos por dentro.
La gente sigue corriendo, y yo sigo quieta. Difícil de creer, ¿no? Yo, quieta. He perdido reflejos desde que la realidad me partió la cara, y lo que habías dejado de corazón.
La gente sigue viviendo, siempre con prisas, como yo cuando iba a verte. O cuando corro a abrir la ventana cada mañana para no respirar ni un "te echo de menos" más de los estrictamente necesarios.
Porque tú no estás ahí. Ni en Gran Vía. Ni lo estarías nunca más. Una sobredosis mal llevada de la nostalgia de siempre, dijeron.
La gente me mira al pasar, pero a ver cómo les explicas lo que es estar sola en medio de un mar de gente, cuando los abrazos solo impiden que te claves los recuerdos en el pecho. Levanto la cabeza y miro al cielo. Por un momento deseo que se apaguen todas las luces que me salvan de las pesadillas cada noche, solo para poder ver las estrellas.
Pero no hace falta.
Sigo mirando.
Ahí estás.
Leo tus posts, Val, y descubro un uso ardiente del idioma. Penas y nostalgias del amor ido conducen las entradas. Bueno, niña, ella ya no está, pero su ausencia saca a flote el valor de la palabra.
ResponderEliminarNo te quepa duda, princes, la palabra es un buen salvavidas cuando el barco encalla.
Besos