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El suicida que no quería saltar.

La impotencia de no saber cuándo parar, ni si ya es demasiado tarde.
La necesidad de seguir adelante, la que hace al suicida soltar la cornisa.

La rabia que te hace querer darte de hostias con el mundo y poder decir que tú has acabado con la vida rota, pero ella se ha dejado matar.
La que mata al instinto de supervivencia sin pensar que, a veces, es él el que da por perdido al suicida. El que nos abandona.

Y terminar con la botella rota a tus pies y los nudillos manchando cualquier lienzo de sueños, como si pegarle a una pared fuera a arreglarnos por dentro, cuando lo que deberíamos hacer es discutir a gritos, sí, y luego dejar que la piel entre al trapo y recoja las cenizas de todos los cigarros que se fumó mi frustación.

Y acabar lanzando todas las caricias de muerte contra la almohada, la pobre testigo del crimen que te enseña que se puede consolar sin necesidad de palabras, que la mayoría están vacías, y son más curiosidad que compromiso.

Y contarle todo, avergonzar a cada lágrima que salta al vacío y me abandona, como el instinto de supervivencia cuando sigo luchando contra la pared, sin pensar que el día que deje de aguantarme se dejará morir sobre mi y mi autodestrucción será el final de la historia del suicida que no quería saltar. 
 

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