Siempre
por encima. Siempre al máximo. Siempre riendo.
Nunca
abajo. Nunca triste. Nunca sola.
Tampoco sincera.
Tenía
claro dónde estaba la línea, y lo que debía hacer para no cruzarla.
Porque
cruzarla sonaba a recuerdos.
Cruzarla
olía a tu pelo al despertar.
Cruzarla
sabía al café quemando sus manos cada mañana.
Cruzarla
era cada golpe de realidad.
Cruzarla
era ver la compasión en sus ojos.
Cruzarla
pedía dar un salto atrás. Rápido y fuerte, como nosotros.
Cruzar
la línea dolía demasiado.
No le
preocupaba la muerte. Había asumido que sería el fin de todas formas, y el que
no lo supiera era un ignorante con miedo a la vida.
Por eso
cruzaba en rojo sin mirar, por Gran Vía en plena hora punta, más preocupada por las
luces que por el riesgo que amenazaba su vida, o su muerte.
Gritaba,
y reía, y corría, y bebía, y fumaba, y besaba como si nadie fuera a ser tan
feliz como lo era ella en ese momento.
Vivía
como si la última cena fuera solo su primer desayuno.
Solo
tenía una regla para el mundo, una sola condición, y era no cruzar la línea. Todo
lo malo estaba detrás: sus fracasos, sus miedos y sus historias perdidas.
La
línea era el límite que nadie podía cruzar.
Ni
siquiera ella.
Y
aunque gritara, riera, corriera, bebiera, fumara y besara como si viviera con
una velocidad más, de vez en cuando aún puedes verla caminando por la línea, con la
mirada perdida y la botella en la mano, pensando hacia qué lado caer. Si hacia
la sinceridad, o al de la máscara.
Pero el miedo siempre gana.
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