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Hasta siempre, nunca. Hasta nunca, siempre.

Me encuentras con un abrigo más gris que mi vida y la tuya juntas, y una sonrisa de haber secado muchas lágrimas con sangre.

Me invitas a un café y mientras te hago reír con cualquiera de mis mil batallas perdidas, tu mirada se quita años hasta igualar los míos.
Me hablas de las rutinas que te ahogan y creo oírte suplicar que te dé el valor de vivirlas conmigo.
Hace ya mucho tiempo que te dejas sorprender, me dices. El truco está en no dejarte, y que te sorprendan, te contesto.
Me cuentas que siempre lo supiste, que nunca miré a otro como lo hacía contigo.
Y yo te recito de memoria las mil y una cartas que te he escrito las últimas mil noches, y la que te estoy escribiendo ahora, mientras pides la cuenta de tus últimos 4 años perdidos.

Es la hora de despedirnos.
Te hago prometer que llamarás, y tú prometes dejarme volar.
Firmamos el contrato de la supervivencia con mil excusas disfrazadas de buenas intenciones. Tú y yo, que nunca supimos mentir. Porque ni tú conmigo, ni yo sin ti.

Me guiñas un ojo y me agarras por la cintura, como si tu instinto quisiera anclarme a tus ganas de seguir. Pero tú y yo nunca hemos sido de pisar tierra firme.
Te vas con menos años en los ojos, y yo con el peso de todo un siglo sobre los hombros.
Te miro mientras te alejas con la sonrisa de quien sabe que tiene las espaldas cubiertas, con mis cartas en una mano y las ganas de vivir revitalizadas en la otra.
Y yo me despido con la espalda tan al aire como siempre te la quise enseñar.

Aquí acaba la historia que nunca pudo ser.
Hasta que nos volvamos a encontrar. Porque ni tú llamarás, ni yo renunciaré a volar.



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