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Las palabras son balas, pero no las detienen.

Desde mi ventana
veo el corazón de una raza que pretende ser humana.

Niños criados para morir y muertes de niños a manos de un hombre en nombre de un dios.
Nadie a quien culpar, o quizá demasiados culpables.
Jóvenes nacidos y condenados a matar,
somos los testigos mirando a un lado para no participar.
Amantes con sueños de grandeza separados por una guerra ajena,
marionetas de un régimen con sed de sangre e inapetencia de paz.
Ancianos ya cansados de vivir y convivir con el miedo y el caos,
hombres que piden ayuda a un dios que quiere igualdad.
Hombres que matan a hombres.

Balas que mueren matando.
Bombas que siegan sueños.
Tanques que arrasan escuelas
donde resuenan ecos de risas en las paredes,
ahora solo salpicadas de sangre.
Todos somos cada grito de dolor, cada gota de sangre, y cada vida arrancada.

Lágrimas de terror en los ojos de un niño que solo conoce la masacre,
busca a su mamá, sin saber que yace sin vida a un par de calles de allí.
Le abraza su hermana, que mira con ojos de quién ya solo vive para sobrevivir.
Puede que los gritos de muerte que acaban de escuchar hayan sido los de su madre.
Y lo saben.

Pero una flor se alza orgullosa entre caos y casquillos;
salpicada de sangre, se deja mecer por el viento que trae los sonidos de la guerra.
Es la única capaz de hacer frente a la ironía de un soldado que mata por un dios que quiere la paz.
Es el símbolo de la vida en la muerte, la luz en la oscuridad.

Pero el soldado avanza hacia ella, ni la ve al pasar.
"Aquí no hay inocentes, solo infieles", proclama.
Y la flor muere aplastada bajo la bota de otro hombre más,
marioneta del montruo de la ambición.
Nada va a sobrevivir a esta cruzada.

Y por mi ventana caen las lágrimas de una inocente, y del mundo.
 

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